Discos que confirman a los 80 como una de las mejores décadas para la música popular
Escrito por Admin2 el agosto 9, 2021
La etapa inicial de los 80 fue lo más parecido a despertar con la resaca del funk, el soul, el R&B e incluso la música disco del decenio anterior, pero con un envoltorio más urbano, sobreproducido, heterogéneo, con las bestias de discoteca de los años previos conduciendo el pop global hacia un lenguaje que ponía en el mismo peldaño la elasticidad interpretativa, la provocación visual, el baile y los sonidos sintéticos facilitados por la tecnología.
Rick James y este álbum en el amanecer de la década es un buen retrato de los rumbos que se bifurcaban en la música negra, llegando incluso a rivalizar con Prince -otro nombre en plena ebullición por esos días- y que ya con su sola portada invita a algo más que un buen puñado de canciones: una noche de fiesta donde hay que vestirse de la manera más sugerente posible. Sobre todo si uno de los temas presentes es Super freak.
Cuando maquillarse, travestirse o jugar a una estudiada ambigüedad sexual era ya un atajo común -y se volviería aún más acentuado con la generación de glam metal que estallaría a mediados del decenio-, el dúo californiano Sparks reaparecía disfrazado en portada como novia y novio llegando al altar.
Alto: nadie los puede acusar de oportunistas. Como parte de la oleada de artistas glam que agitaron al mundo a principios de los 70 -encabezados por David Bowie y Marc Bolan-, los hermanos Ron y Russell Mael integraron una de sus apuestas más originales, saltando del histrionismo rocanrollero hasta la sutileza del cabaret. Este álbum extiende esa huella con algunas de las composiciones más vibrantes de su catálogo (Angst in my pants, Moustache, I predict), casi siempre a alto voltaje, totalmente frescas e impermeables al paso del tiempo.
A Sparks se les llamó alguna vez los “Queen alternativos”: quizás era una forma de encontrar un concepto para una banda única en su generación.
Los 80 son por excelencia y definición la década en que la música popular deconstruyó los formatos más tradicionales en que se había asentado, irrumpiendo propuestas donde las estrellas no necesariamente podían ser rostros omnipresentes -emerge la cultura de los DJs y de bandas que podían cambiar su elenco sin mermar su impacto- y en que las máquinas cubrieron la creación de una narrativa futurista, casi plástica, en que a momentos la presencia humana hasta podía ser decorativa. Son los años en que domina el pop electrónico, con un entramado que va desde sintetizadores y teclados hasa cajas de ritmo, además de una larga lista de álbumes increíbles encabezados por Depeche Mode, Soft Cell, New Order o Gary Numan.
En los primeros años del boom computarizado, pocos grupos dieron un salto tan culatitativo como The Human League: melódicos y oscuros, con cierto talante intelectual pero también mucho vigor bailable, tan agudos como la generación post punk pero tan frescos como el naciente synth pop.
Era modernidad pura, la puerta al futuro que estaba a la vuelta de la esquina, un trabajo lleno de detalles al servicio de canciones despachadas para la radio, tal como lo había dictado David Bowie no mucho antes. Para hacer aún más poético todo, Lester Bangs, el crítico de música música más mitificado de la historia y símbolo de insolencia ante el arte digitada por la industria oficial, se murió escuchando Dare!: cuando lo encontraron fallecido en su departamento en Nueva York debido a una sobredosis, el vinilo de los ingleses giraba como un testigo silencio en su tornamesas.
El consenso sugiere que los 80 no fueron un instante estelar para los clásicos. Por simple agotamiento tras dos décadas en la cima o por no adaptarse a una industria que devoraba un pop de genética más moderna, los héroes del mundo baby boomer fueron relegados por estrellas mucho más lozanas.
En perspectiva, sería más riguroso afirmar que las leyendas buscaron reinventarse con resultados dispares, aunque no siempre deslucidos: David Bowie entregó su versión más agitada de la new wave en Let’s dance (1983), mientras Paul McCartney despachó bellas y emotivas melodías en Tug of war (1982).
Pero el caso más sorprendente fue Leonard Cohen. Nacido en la cantautoría y la poesía de los 60, en este trabajo se reconvierte en un crooner de sonido sintético, como si saliera desde un sarcófago y encontrara a su alrededor sintetizadores para clamar canciones que tratan de su propia vida y también del difícil mundo que empezaría a asomar a principios de los 90.
I’m your man fue el manifiesto del que posteriorente muchas glorias de la música tomaron apuntes: un veterano con clase y olfato también puede ser el reflejo de los tiempos actuales.
Experimental y fantasmagórica, como una Stevie Nicks de contornos más celestiales, la británica es una coordenada ineludible del pop ochentero pensado como un terreno amplio en ideas, multidisciplinario, aunque sin olvidar su apetito por alcanzar la masividad en radios o canales de videomúsica.
Con un inicio de carrera más bien oscilante, Hounds of love la devolvió a los aplausos y a una paleta estilística donde cada canción es un universo distinto, con bordes celtas, sinfónicos, rockeros y electrónicos. La segunda parte del trabajo semeja un libro donde cada capítulo resulta cautivante, como una obra a la que hay que retornar cada cierto tiempo para seguir descubriendo detalles. Ni antes ni después, Bush volvió a editar una producción tan definitiva.
Los 80 también fueron la etapa en que el pop se pintó la cara en tonos tenues y góticos, y en que las guitarras y los bajos sonaron graves y pesados para aparentar cierta sensibilidad mortecina. Sin embargo, los nativos de Liverpool hicieron algo así como el viaje inverso: nacidos en esa generación de tipos sombríos, su música fue adquiriendo tonos brillantes, más esplendorosos, junto con guitarras que anunciaban una neo psicodelia más limpia y melódica.
En el saldo, álbumes como Ocean rain rebosan canciones con cierta vocalización enigmática -como si Jim Morrison se huviera hecho post punk-, pero dotadas de una épica propias de una banda que siempre se imaginó tocando en grandes estadios.
El privilegio cayó en sus coetáneos de U2, pero este título trae uno de los mejores temas de la década: The Killing moon. Con eso, basta y sobra.
El rock estadounidense de autor -aquel vivencial que retrataba bajo un sonido más primario pequeñas historias para hacerse universal- no tuvo un protagonismo apabullante en los 80. Bruce Springsteen, con su estética y estrellato, fue el gran nombre que pudo rivalizar con las estrellas inglesas que invadieron MTV.
Sobre el cierre de la década, Tom Petty hace lo suyo con un disco de melodías redondas, donde resplandece su talento como instrumentista y compositor, y donde exhibe como colaboradores a los camaradas que siempre tuvieron fe en su rock directo y sin artilugios desmedidos: George Harrison, Jeff Lynne, Bob Dylan, Roy Orbison y Del Shannon.